Cuenta la leyenda
que cuando el jardinero terminó su obra llamó al emperador para que contemplara
su jardín.
“Te felicito. Es el más hermoso de los
que he visto y esa roca es la más bella de todas”, sentenció el monarca.
Al instante, el jardinero
cogió la piedra señalada por el emperador, la sacó del jardín y la tiró al mar.
Entonces le
explicó a su señor: “Ahora todo está perfecto y el jardín puede contemplarse en
armonía.
Un jardín, como la
vida, tiene que ser visto en su totalidad. Si nos detenemos en la belleza del
detalle, el resto nos parecerá demasiado feo”.
La verdadera
belleza de un Jardín Zen es invisible, porque solo se revela cuando lo
observamos en silencio, meditando en nuestro interior, la relación que cada
objeto tiene, las figuras que se van formando, los elementos que se integran.
El Jardín Zen representa el camino de la vida, constantemente lleno de cambios,
diversos surcos, altas y bajas, tropiezos y obstáculos, brillo y oscuridad,
sombra y luz. El Jardín Zen permite dar descanso a nuestra mente, concentrarla
en un solo punto. Tranquilizar la ansiedad, la angustia y los miedos. Podemos
cambiar su forma infinidad de veces, retirando las rocas, alisando las piedras,
colocando nuevamente los elementos, y trazando los surcos que representaran
nuevas oportunidades para continuar en nuestro sendero. Nos da la oportunidad
de renovarnos con cada experiencia.
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